Ante la crisis de liderazgo, las cucarachas. Ante la anomia, las cucarachas. Ante la desesperanza, las cucarachas. Cuando el entramado social se resquebraja y la confianza ciudadana se va a pique las cucarachas dicen presente, levantan la mano y ocupan espacios de poder. Desde allí toman decisiones en el más absoluto beneficio propio, decisiones que inevitablemente se transforman en agentes del caos. Las cucarachas se insertan en el ruidoso discurso digital con música para los oídos desencantados. Prometen soluciones mágicas, inmediatas y felices, captan voluntades susurrando lo que muchos quieren escuchar, siempre surfeando en la ola del instante. Y una vez hecho el daño, desatada la hecatombe, cuando ya no hay vuelta atrás y caen las vendas de los ojos, las cucarachas regresan, exultantes, al agujero del que habían salido.
“La cucaracha” se titula la nouvelle que Ian McEwan escribió como una urgente metáfora sobre el Brexit. El multipremiado McEwan recorre en sus libros el espinel de la cultura contemporánea, en viajes que unen la historia y la antropología con el género fantástico. “La cucaracha” es una relectura audaz –y sobre todo mordaz- de “La metamorfosis” kafkiana. Allá, Gregorio Samsa se despertaba un día convertido en cucaracha. Aquí, el primer ministro inglés Jim Sams es en realidad una cucaracha ocupando un cuerpo humano. McEwan retoma “La metamorfosis” con un respeto pletórico de humor (Samsa-Sams, la intertextualidad del comienzo, las múltiples referencias a lo largo del relato). Su sátira es veloz, trepidante y de una actualidad que conmueve.
La crítica directa en “La cucaracha” es a Boris Johnson, un Jim Sams con todas las letras. El presidente estadounidense no se llama Donald Trump, sino Archie Tupper, pero básicamente son lo mismo. Un pasaje es genial. Sams y Tupper hablan por teléfono sobre economía, pero Tupper lo apura porque está viendo una película. Sams lo ve tan cucaracha, como él, que se anima a preguntarle: “¿has tenido alguna vez seis patas?” El libro propone un escenario que de tan verosímil debería generar pánico: la facilidad con la que se manipula a la opinión pública y se miente, por lo general apelando a la carta del patriotismo barato, hasta vaciar de contenidos los símbolos y las instituciones.
De allí que “La cucaracha” vaya mucho más allá de la coyuntura política europea para infiltrarse, como las cucarachas, en los insterticios de nuestra vida diaria. Detrás de la metáfora flota una denuncia, que a esta altura es más un grito de auxilio. Con tal de ser escuchado, McEwan apela al recurso extremo y le dice cucaracha, en la cara, a Boris Johnson.
A ningún político, por más curtido que tenga el cuero, debe gustarle que lo traten de cucaracha. Pero lo más probable es que no le importe.
Capaces de todo
Jim Sams se horroriza cuando, al despertar una mañana tras un sueño intranquilo, se descubre transformado en hombre. Todo le parece monstruoso, flácido, viscoso, desproporcionado. Añora su caparazón, sus múltiples patas, el marrón dorado de su exoesqueleto. Si algo le sobra a la cucaracha es autoestima, que es la madre del coraje, y por eso se anima a trepar escalones que solían estarle vedados. Lo que les faltaba a las cucarachas era condiciones de posibilidad y, en buena medida, que hoy consigan mirar al mundo desde la cima se debe a méritos propios pero, básicamente, a culpas ajenas.
La metamorfosis es el gran tema aquí. Cambia la sociedad, cambian los modos de relacionarse, cambian los escenarios políticos y económicos. A la rueda de esa revolución que está configurando el siglo XXI la trabó un palo: la pandemia. La cuestión es hasta dónde llegará y a qué nos conducirá la metamorfosis, que está lejos de limitarse al campo tecnológico. Los sentires y los saberes se van modificando a tal velocidad que los modelos tradicionales hacen agua. La naturaleza de los líderes que vendrán es una incógnita. Y ante eso, las cucarachas hacen su fiesta.
McEwan apunta que la rapidez y la determinación con la que actúa la cucaracha no encuentra una reacción a la altura. Es cierto. Cuando nos damos cuenta, la cucaracha ya hizo lo suyo. De ahí la inocencia de pensar que el nido de la cucaracha se acomoda en los poderes del Estado. La cucaracha cuela las antenas en toda la estructura social y toma por asalto, ante la pasividad o la indiferencia del resto, cualquier posición de liderazgo: un colegio profesional, un sindicato, un club, una sociedad intermedia, las fuerzas de seguridad, la academia, el periodismo, las iglesias de toda índole, y así hasta el infinito. ¿De quién es la responsabilidad? ¿De la cucaracha o de quien le da de comer?
La cucaracha, y esto es central, trabaja con el odio como herramienta. Como el personaje de Astérix en “La cizaña” siembra la discordia con su sola presencia. Ni siquiera le hace falta hablar, apenas con mostrarse inflama pasiones y todo lo que se genera suma en su haber. El resto de la sociedad, sin darse cuenta, queda con el debe. Umberto Eco sostenía que las redes sociales habían nacido para darle voz al tonto del pueblo. No contaba con las cucarachas.
De esto se trata
Uno de los mitos irresistibles, hablando de metamorfosis, es el de Apolo y Dafne. La culpa la tuvo Eros, que a él le atravesó el corazón con una flecha de oro, y a ella, con una de plomo. Entonces Apolo queda prendado y Dafne lo rechaza. Hay una persecución por el bosque y Dafne, desesperada, apela a su padre -que es un dios-. Cuando Apolo la alcanza ella se convierte en árbol, un laurel. Un bellísimo soneto de Quevedo describe ese momento. Apolo llora desconsolado, abrazado al árbol, y le promete que a partir de ese momento las hojas de laurel adornarán la cabeza de los campeones. Cizañero y rencoroso, y todo porque era objeto del bullying de Apolo, al vengarse Eros fue agente de un trágico y triste desenlace. Al fin de cuentas, todos perdieron. La metamorfosis, como enseñan Ovidio, Kafka y McEwan, está lejos de transformarnos en mariposas multicolores. La metamorfosis puede llevarnos al dolor de ya no ser.
Eso sí: la cucaracha elige seguir siendo cucaracha porque tiene una misión que cumplir, un determinismo histórico al que McEwan describe como feronómico. Habla la cucaracha:
“Nuestra especie tiene por lo menos 300 millones de años de antigüedad (…). Nos mantuvimos fieles a nuestros principios y poco a poco, pero con ímpetu creciente, nuestras ideas han adquirido fuerza. Nuestra convicción fundamental se ha mantenido incólume: siempre hemos obrado en interés nuestro”.
“En tiempos recientes, en los últimos 200.000 años, hemos vivido con los humanos y aprendido su aprecio particular por esa misma oscuridad, a la que no se entregan tan completamente como nosotros. Pero cuando predomina en ellos, nosotros prosperamos”.
“Cuando fomentan la pobreza, la suciedad y la miseria, nosotros nos fortalecemos”.
“Hemos acabado por conocer los requisitos previos de la miseria humana. La guerra y el calentamiento global, evidentemente, pero también, en tiempos de paz, las jerarquías inamovibles, la concentración de la riqueza, las supersticiones arraigadas, la maledicencia, las divisiones, la falta de confianza en la ciencia, en el intelecto, en los extranjeros y en la cooperación social”.
El plan de acción de las cucarachas está clarísimo y lo ejecutan con el fanatismo de los conversos. Si el precio que deben pagar es altísimo, pues lo pagan (y no vamos a espoilear el final del libro de McEwan). Si las cucarachas mandan, ordenan, planifican, disponen y sentencian es porque todo les está permitido. Así que una de dos: o la humanidad en su totalidad se despierta un día metamorfoseada en cucaracha o nace una conciencia colectiva capaz de devolver a las cucarachas a su hábitat. Y no se trata de las cucarachas domésticas, animalitos de Dios que se limitan a seguir sus instintos en el lugar que la naturaleza les otorgó. Se trata de las otras cucarachas, tan conocidas, en algunos casos hasta admiradas, que aprovecharon las flaquezas de una sociedad anómica y desconcertada para poner manos a la obra. El resultado es, siguiendo a Kafka, una burocracia de la estupidez. O del mal.